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Willem Termeer, el narrador de Una confesión póstuma, se presenta a sí mismo como un hombre apático, desagradable e indiferente a todo cuanto le rodea. Hijo de una madre fría y vanidosa y de un padre enfermizo e irascible, uno de sus primeros recuerdos es el de su ingreso en la escuela, donde se sentía como un conejito al que han arrojado a la jaula de las fieras. Sumido en un mar de pulsiones que es incapaz de satisfacer, Termeer culpa de su miserable existencia a sus genes y a una sociedad que se rige por una moral hipócrita.

Dos agentes del CNI son requeridos para asistir a una reunión importante en la Moncloa, con la presencia de la Vicepresidenta del gobierno. Es en la época de reprivatización de la Caixa de Catalunya. El banco de España ha recibido una oferta millonaria, fuera de toda lógica, por la citada Caja. El gobierno quiere saber quién está detrás de la oferta, que ha sido presentada por un fondo de inversiones dirigido por una mujer llamada Gabriela Escobar, que controla una gran Corporación con sede en las islas Caimán.

Para situar al lector, diré que la novela está escrita en aquellos años en que aparecieron los chats en internet y todo un fenómeno nuevo de interrelación convulsionó a muchos hombres y mujeres, que descubrían la posibilidad de establecer relaciones románticas sin peligro aparente. La historia se divide en dos encuentros de una pareja, y un final dramático que sorprende las expectativas del lector.

Una pareja de ejecutivos se conocen en un hotel. A partir de ese encuentro vivirán una experiencia sin limites, sin compromisos, sin tabúes, y sin tan siquiera conocer sus verdaderos nombres. En la más absoluta libertad personal se convierten en amantes desconocidos y viven todo un mundo de excitantes fantasías eróticas. Es la historia eternamente soñada por hombres y mujeres.